Que los muertos entierren a los muertos

Jaime García-Máiquez | 01 de noviembre de 2019

Ante hechos imperdonables (por desgracia, frecuentes en una guerra), no hay más reconciliación que en una justa administración de ciertos olvidos

El odio es fascinante. La gente llega a hacer cosas que en su sano juicio le parecerían dignas de espanto. Pedro Sánchez acaba de exhumar al general Franco del lugar donde lo enterraron sus devotos correligionarios, hace ya tantos años, para volverlo a enterrar donde muy probablemente -así lo avalan las interpretaciones más sensatas de sus palabras- hubiera querido él, además de su mujer y su hija. Qué favor le ha hecho. Ni el más recalcitrante franquista hubiera sido tan solícito y eficaz en el cumplimiento de los deseos íntimos del general español y su familia.

Por supuesto, este acto de delicada sumisión a sus deseos se ha hecho -como suelen obedecer los esclavos- escupiendo, maldiciendo, blasfemando entre los muros sagrados de un templo, y profanando la tumba de un señor sin la autorización de sus descendientes. En fin… Por el mismo precio, Sánchez ha mostrado también un espíritu cristiano ejemplar, ejecutando aquella práctica piadosa aconsejada por el propio Jesucristo (Mt 8, 22) de que fueran los muertos los encargados de enterrar a los muertos. Pero bueno, hay que ser franco con Sánchez  y reconocer su valentía al afirmar, a estas alturas de la democracia, algo en lo que ya nadie creía, y es que Franco no ha muerto.

Aunque por otras razones, estoy a favor de la exhumación, aunque por otras razones. El monumento, conjunto de insustituible interés histórico, cultural y artístico (aquellos que lo desprecian son los que con más nerviosismo insisten en su necesaria y urgente destrucción), se construyó para las Víctimas de la Guerra Civil –el término ambiguo de los caídos en «su gloriosa Cruzada» se esfumó para siempre el 23 de agosto de 1957 donde se expresó que era un monumento para «todos los caídos»-, cosa que Francisco Franco está claro que no era. Y digo “no era”, porque con el linchamiento mediático de su figura, con este intento de vejar su cadáver, quizás podría ser considerado una víctima póstuma, digamos que con carácter retroactivo.

Parece que ni en la Guerra Civil ni en el franquismo, ni siquiera en la figura misma de Francisco Franco, nos vamos a poner de acuerdo los españoles, ni los infatigables hispanistas. El libro clave de nuestra actual confrontación, base histórica de la ley de memoria histórica, es el de Victimas de la Guerra Civil (Ediciones Martínez Roca, 1999), en el que hizo de editor el historiador Santos Juliá Díaz, que falleció casualmente hace unos pocos días, catedrático y premio Nacional de Historia, entre otros muchos premios. Desde mi punto de vista, es un libro tendencioso desde la fotografía de la cubierta hasta las últimas palabras de la contraportada. Baste como ejemplo esta aseveración, de una asombrosa falsedad: «El intenso anticlericalismo del primer bienio republicano y de la primavera del 1936 nunca había sido acompañado de actos de violencia». Hay que estar ciego para creerse esto, y loco si además se quiere pasar por maestro de los todos los oftalmólogos.

Reconciliación y venganza

La ley de la memoria histórica se fundamenta en un error esencial, profundo y grave. La paz de unos hermanos enfrentados no se fundamenta jamás en la memoria o recuerdo puntilloso de lo sucedido sino en el perdón, y ante hechos imperdonables (por desgracia, frecuentes en una guerra) no hay más reconciliación que en una justa administración de ciertos olvidos. Ni perdono ni olvido es uno de los eslóganes de la izquierda, por cierto.

Además, la ley que se aprobó en España el 26 de diciembre de 2007 es injusta por partida doble: por un lado, está destinada únicamente, como se ha ido viendo, a la acusación de abusos y crímenes, y no al perdón. Y, por otro lado, solo acusan y condenan los del bando perdedor de aquella guerra, como si se tratara de un resarcimiento o venganza que los otros tuvieron durante el franquismo. No es ese el camino de la paz, habría que recordarles a su impulsor José Luis Rodríguez Zapatero y a su cómplice Mariano Rajoy (o a sus sucesores, Pedro Sánchez&Pablo Casado), si es que ya no lo sabían.

El Valle de los Caídos hay que conservarlo allí, «lejos de todas partes», como dice despectivamente uno de sus estudiosos, pero tal como se creó, como un panteón ideado por los vencedores y hecho por vencidos y vencedores. Eso son los hechos, que no pueden cambiarse, y por muchas razones ese el monumento que mejor los representa. Pocas veces ha sido posible conservar un conjunto con tanta significación para España desde tantos puntos de vista, en un estado además tan original. Es una obra poliédrica, llena de posibles lecturas, que unos mirarán con interés, otros quizá con nostalgia o admiración, y que a otros les parecerá un monumento para la vergüenza, como a Sánchez. Perfecto. Y es por eso, justamente, que es necesario conservarlo intacto como parte de nuestro patrimonio común, sintiendo que cualquier modificación sería un sacrilegio a nuestra historia, la de todos.

Imagen destacada: Detalle de la escultura de La Piedad, en el Valle de los Caídos. | Agencia EFE

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